El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.
El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: “Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: «Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad» (Mateo 6, 7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza”.
Durante el rezo del Rosario se trata de recordar a Cristo con María… comprender a Cristo desde María… configurarse a Cristo con María… rogar a Cristo con María… anunciar a Cristo con María…
A la contemplación del rostro de Cristo sólo se llega escuchando, en el Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mateo 11, 27). Cerca de Cesarea de Felipe, ante la confesión de Pedro, Jesús puntualiza de dónde proviene esta clara intuición sobre su identidad: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mateo 16, 17). Así pues, es necesaria la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es indispensable ponerse a la escucha: “Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio”.
Misterios Gozosos
(lunes y sábados)
El primer ciclo, el de los “misterios gozosos”, se caracteriza efectivamente por el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación. Esto es evidente desde la anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría mesiánica: «Alégrate, María». A este anuncio apunta toda la historia de la salvación, es más, en cierto modo, la historia misma del mundo. En efecto, si el designio del Padre es de recapitular en Cristo todas las cosas (cf. Efesios 1, 10), el don divino con el que el Padre se acerca a María para hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez, toda la humanidad está como implicada en el “fiat” con el que Ella responde prontamente a la voluntad de Dios.
El regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde la voz misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen «saltar de alegría» a Juan (cf. Lucas 1, 44). Repleta de gozo es la escena de Belén, donde el nacimiento del divino Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los ángeles y anunciado a los pastores como «una gran alegría» (Lucas 2, 10).
Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de la alegría, anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación en el templo, a la vez que expresa la dicha de la consagración y extasía al viejo Simeón, contiene también la profecía de que el Niño será «señal de contradicción» para Israel y de que una espada traspasará el alma de la Madre (cf. Lucas 2, 34-35). Gozoso y dramático al mismo tiempo es también el episodio de Jesús de 12 años en el templo. Aparece con su sabiduría divina mientras escucha y pregunta, y ejerciendo sustancialmente el papel de quien “enseña”. La revelación de su misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquella radicalidad evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona hasta los más profundos lazos de afecto humano. José y María mismos, sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» sus palabras (Lucas 2, 50).
De este modo, meditar los “misterios gozosos” significa adentrarse en los motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido más profundo. Significa fijar la mirada sobre lo concreto del misterio de la Encarnación y sobre el sombrío preanuncio del misterio del dolor salvífico. María nos ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante todo evangelio, “buena noticia”, que tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo.
- La Anunciación del ángel a María Santísima y la Encarnación del Hijo de Dios
- La Visitación de María Santísima a su prima Isabel
- El Nacimiento del Hijo de Dios en el portal de Belén
- La Presentación del Niño Jesús en el templo y la Purificación de María Santísima
- El Niño Jesús perdido y hallado en el Templo
Misterios Luminosos
(jueves)
Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública de Jesús, la contemplación nos lleva a los misterios que se pueden llamar de manera especial “misterios de luz”. En realidad, todo el misterio de Cristo es luz. Él es «la luz del mundo» (Juan 8, 12). Pero esta dimensión se manifiesta sobre todo en los años de la vida pública, cuando anuncia el evangelio del Reino.
Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma de Jesús. Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace “pecado” por nosotros (cf. 2Corintios 5, 21), entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cf. Mateo 3, 17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para investirlo de la misión que le espera. Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná (cf. Juan 2, 1-12), cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente. Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Marcos 1, 15), perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe (cf. Marcos 2, 3-13; Lucas 7, 47-48), iniciando así el ministerio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo “escuchen” (cf. Lucas 9, 35 par.) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo. Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad «hasta el extremo» (Juan 13, 1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio.
Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo. Los Evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que otro momento de la predicación de Jesús (cf. Marcos 3, 31-35; Juan 2, 12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña toda la misión de Cristo. La revelación, que en el Bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él os diga» (Juan 2, 5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los “misterios de luz”.
- El Bautismo de Jesús por Juan en el Río Jordán
- La Autorrevelación de Jesús en las bodas de Caná
- El Anuncio del Reino de Dios e invitación a la conversión
- La Transfiguración de Cristo en el monte Tabor
- La institución de la Eucaristía
Misterios Dolorosos
(martes y viernes)
Los Evangelios dan gran relieve a los “misterios del dolor” de Cristo. La piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica del Vía Crucis, se ha detenido siempre sobre cada uno de los momentos de la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la revelación del amor y la fuente de nuestra salvación. El Rosario escoge algunos momentos de la Pasión, invitando al orante a fijar en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El itinerario meditativo se abre con Getsemaní, donde Cristo vive un momento particularmente angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados de los hombres, para decirle al Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22, 42 par.). Este “sí” suyo cambia el “no” de los progenitores en el Edén. Y cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se muestra en los misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la coronación de espinas, la subida al Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: ¡Ecce homo!
En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino el sentido mismo del hombre. Ecce homo: quien quiera conocer al hombre, ha de saber descubrir su sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, Dios que se humilla por amor «hasta la muerte y muerte de cruz» (Filipenses 2, 8). Los misterios de dolor llevan el creyente a revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir toda su fuerza regeneradora.
- La Oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní
- La Flagelación de Jesús atado a la columna
- La Coronación de espinas
- Jesús con la Cruz a cuestas camino al Calvario
- La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo
Misterios Gloriosos
(miércoles y domingos)
La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!” (Carta Apostólica “Novo millennio ineunte”, 2001). El Rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión. Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la propia fe (cf. 1Corintios 15, 14), y revive la alegría no solamente de aquellos a los que Cristo se manifestó – los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de Emaús -, sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con la Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria -como aparece en el último misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica del Iglesia.
En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La contemplación de éste, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran “icono” es la escena de Pentecostés. De este modo, los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel “gozoso anuncio” que da sentido a toda su vida.
- La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo
- La Ascensión de Jesús al Cielo
- La Venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles el día de Pentecostés
- La Asunción de la Virgen María al Cielo
- La Coronación de María como Reina y Señora de todo lo creado
Los textos son extractos de la Carta Apostólica “Rosarium Virginis Mariae”, escrita por Su Santidad Juan Pablo II el 16 octubre del año 2002.