El padre Marcelino Iragui nos cuenta: Una señora llevaba varios años sufriendo jaquecas e insomnio y se acercó a pedir oración. Después de unos minutos de oración, su dolor de cabeza se agravó visiblemente. Entonces, le dije: El Señor te llama a perdonar a una persona que te hirió hace mucho tiempo y a la que nunca has perdonado. Ella preguntó sorprendida: ¿Cómo lo sabe, si no se lo he dicho a nadie? Yo insistí: Para sanarte, es preciso que perdones a esa persona y la perdones incondicionalmente. ¡Es tan difícil!, dijo ella. Pero lo intentaré. Y así lo hizo. Continuamos orando y, a los pocos minutos, la señora nos sorprendió a todos, echándose a reír. Luego, explicó entre lágrimas: Me sentía oprimida por un peso enorme, que no me dejaba dormir ni vivir en paz. Y, de pronto, ha desaparecido. Y sé que no volverá, pues es el Señor quien se lo ha llevado.
Desde entonces, esa señora se convirtió en un apóstol del perdón. Su receta, para muchos males y tensiones, es “perdón incondicional”. ¿Te parece una receta costosa? Mucho más es la enfermedad.
Una señora decía:
Al nacer yo, mi madre me recibió como una carga pesada y siempre me miró así. Yo callaba y sufría con amargura y resentimientos acumulados dentro de mí a lo largo de los años. Cuando por fin mi madre murió, rompí todas sus fotos, y destruí todo recuerdo de ella. Me dije para mis adentros: “Esto acabó. Ahora puedo vivir mi propia vida”… Pero Dios abrió mis ojos y vi que tenía cuentas que arreglar. Buscando ayuda entré en una iglesia y dije al Señor: “Dios mío, ¡qué no daría para poder perdonar de veras a mi difunta madre! Pero si tú no me ayudas yo no soy capaz de hacerlo”… En aquel momento, sentí que el Señor entraba en mí de nuevo y se adueñaba de toda mi vida. Mi amargura, rechazo, culpabilidad y ansiedades desaparecieron. El Señor me preguntaba: ¿Cómo mirarías ahora a tu madre? Yo le contesté: Con alegría, con comprensión y compasión, con ternura y amor. Cuando salí de la iglesia, iba como flotando. Ni mi cuerpo me pesaba. El Señor me había liberado de una enorme carga. Toda la naturaleza me parecía nueva. A las personas las veía diferentes, verdaderamente maravillosas. Y todo mi ser repetía: Te quiero, te quiero. Aquella experiencia fue como un nuevo nacer a la vida. Desde entonces, desaparecieron también mis dolores de cabeza y de espalda. Dios sea bendito.
Del libro “La alegría del perdón”, por el Padre Ángel Peña… puede descargar este y otros de sus libros en autorescatolicos.org/angelpena.
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