Hace algunos años leí el libro ‘Hasta la cumbre’, de P. Pablo Domínguez Prieto. El autor cuenta que el Beato Papa Juan Pablo I, en los pocos días de su papado, les explicó a unos niños lo que era el cielo y lo que era el infierno.
Utilizando metáfora, les dijo que el infierno era como una mesa espectacular, llena de suculentos manjares. Unos platos muy apetitosos y colocados unos frente a otros. Sólo había una dificultad: en el infierno los cubiertos son tan grandes que por más que intentaran meterlos en el propio plato, no se puede. Y todos se desesperan, eso es el infierno.
El cielo es la misma mesa, los mismos platos, las mismas distancias… Sólo hay una diferencia: cada uno se sirve del plato de enfrente, el otro se sirve de tu plato y te da de comer. El cielo es el reino de la entrega y del amor. El infierno es el reino del egoísmo, donde cada uno mira por sí mismo. Mientras en el cielo todos miran por los demás.
Esta es la diferencia. Por tanto, no hace falta cambiar los platos, ni los cubiertos. Solamente velar lo que yo hago con lo que tengo.
Dice el Evangelio de hoy, san Marcos 1, 21-28, que hasta los espíritus inmundos lo reconocían y lo obedecían.
Pregúntate: ¿Reconoces a Dios obrando en tu vida? ¿Lo obedeces? ¿Me dedico a entregarme o me dedico a buscarme a mí?
Hermanos, todos tenemos necesidad de Dios, pero a veces el mundo, con sus luchas y egoísmos interfiere en nuestro camino hacia Él.
Señor, ayúdame a acercarme a ti y a escuchar tu voz. Señor, purifica mi alma.
¡Adelante con fe!
Diácono Richie
Tienes algo que decir
Te invitamos a comentar, aportar, sugerir, elogiar, objetar, refutar... sobre los temas y artículos que aquí presentamos.
Sigue nuestro grupo de oración en Facebook.