ponte
en manos de María
y deja que ella te guíe
durante la Semana Santa
El día que María dio su sí a Dios su vida cambió por completo. Ella era una niña llena de Dios, el ángel la llamó la Llena de Gracia, no como quien saluda con amabilidad, sino dándole el título más excelso que se le puede dar a un ser humano: la Llena de Gracia, la que está llena —hasta rebozar— de las gracias de Dios, de Dios mismo, de su Amor, de su Misericordia, de su Bondad, de su Sabiduría, de todo lo que es grande y puro y perfecto en Dios… imagínate, si María estaba llena de Dios antes de la encarnación, ¡cómo habrá estado su alma cuando Jesús, el Hijo de Dios, puso morada en su vientre!
Dice San Lucas que María fue guardando todo lo que acontecía en la vida de Jesús en su corazón… su nacimiento, la visita de los pastores y los magos en Belén, la huída a Egipto para protegerlo, el encuentro con el anciano Simeón y la profetiza Ana en el Templo, encontrarlo en medio de los doctores a los doce años. Verlo crecer y hacerse hombre… María sabía que algún día llegaría “su hora”… y esperaba.
El primer milagro de Jesús vino a petición de María, en unas bodas. Y ella, además de Madre, se convirtió en su primer discípulo. Pero su discipulado era diferente a los demás… porque en ella no habían dudas, al contrario, su fe y su confianza eran inquebrantables. María sabía lo que aquella “hora” traería y sufría por ello, pero en su dolor seguía confiando en Jesús. Aquel día en Jerusalén, cuando Jesús entró triunfante, como Rey en el lomo de un borrico, su corazón dio un vuelco. Sentía como una espada atravesaba su corazón… ya era el tiempo. Se acercaba el momento de la redención.
Aquellos últimos días no pueden describirse con palabras. Las únicas dos personas que sabían lo que se acercaba eran Jesús y María. Jesús había tratado de preparar a los apóstoles, pero ellos no habían comprendido. ¡Cómo comprenderlo! ¡Cómo imaginar tanto sufrimiento… y maldad… y amor derramándose al mismo tiempo! La maldad de las autoridades, del traidor, del demonio, del pueblo… y el amor de Dios que se entregaba Él mismo en su Hijo… y el sufrimiento de la Madre que veía como rechazaban a Jesús. No sé qué le habrá dolido más, que rechazaran a su Hijo o que rechazaran a Dios mismo hecho Hombre. ¡Porque ella sí sabía Quién era Jesús!
La mezcla de sentimientos en la Última Cena, el dolor del Huerto, la traición, el apresamiento, las acusaciones, el juicio injusto, los latigazos, la corona de espina, el peso del madero, las caídas en el camino, un clavo… y otro… y otro… las burlas, la sed, la lanza atravesando su costado. El silencio.
Él dijo que resucitaría, que eran solamente tres días… y ella lo creía. Más que creer, lo sabía en lo más profundo de su ser. Pero aún así, dolía… dolía mucho. Ver cómo bajaban el cuerpo de su Hijo y lo ponían en sus brazos. Una despedida, un hasta luego y horas que parecían siglos. Hasta que otra María llegó corriendo del sepulcro… Jesús no estaba allí, había resucitado.
Lo hermoso de ser católico es que no estamos huérfanos de Madre, pues aquella tarde en el Gólgota, Jesús nos dejó en herencia su mayor tesoro, nos dejó a María como Madre nuestra. Esta Semana Santa que estamos a punto de comenzar, pongámonos en manos de María y pidámosle que nos acompañe y nos guíe a lo largo de estos sucesos que marcaron la historia de la humanidad y abrieron la puerta para una nueva creación.
Stabat Mater Dolorosa
Ante el hórrido Madero
del Calvario lastimero,
junto al Hijo de tu amor,
¡pobre Madre entristecida!,
traspasó tu alma abatida
una espada de dolor.
¡Cuan penoso, cuán doliente
ver en tosca Cruz pendiente
al Amado de tu ser!
Viendo a Cristo en el tormento,
tú sentías el sufrimiento
de su amargo padecer.
¿Quién hay que no lloraría
contemplando la agonía
de María ante la Pasión?
¿Habrá un corazón humano
que no compartiese hermano
tan profunda transfixión?
Golpeado, escarnecido,
vio a su Cristo tan querido
sufrir tortura tan cruel,
por el peso del pecado
de su pueblo desalmado
rindió su espíritu Él.
Dulce Madre, amante fuente,
haz mi espíritu ferviente
y haz mi corazón igual
al tuyo tan fervoroso,
que al buen Jesús piadoso
rinda su amor fraternal.
Oh Madre Santa, en mi vida
haz renacer cada herida
de mi amado Salvador,
contigo sentir su pena,
sufrir su mortal condena
y su morir redentor.
A tu llanto unir el mío,
llorar por mi Rey tan pío
cada día de mi existir:
contigo honrar su Calvario,
hacer mi alma su santuario,
Madre, te quiero pedir.
Virgen Bienaventurada,
de todas predestinada,
partícipe en tu pesar
quiero ser mi vida entera,
de Jesús la muerte austera
quiero en mi pecho llevar.
Sus llagas en mi imprimidas,
con Sangre de sus heridas
satura mi corazón
y líbrame del suplicio,
oh Madre en el día del juicio
no halle yo condenación.
Jesús, que al llegar mi hora,
sea María mi defensora,
tu Cruz mi palma triunfal,
y mientras mi cuerpo acabe
mi alma tu bondad alabe
en tu reino celestial.
Amén, Aleluya.
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