líbrate
del pecado,
pon tu alma en paz
y deja entrar a Dios
Existe la noción en algunas personas de que la libertad es hacer lo que nos da la gana, pero no es así. Piénsalo, ¿conoces a algún mentiroso compulsivo? Una vez que comienzan con una mentira, necesitan seguir escalando en su falsedad para no ser descubierto. Han hecho lo que querían, pero no so libres, al contrario, son rehenes de sus palabras. ¿Recuerdas a Adán y Eva en el paraíso? Ellos vivían en completa libertad, caminaban con Dios y conversaban con Él como quien habla con el más íntimo de sus amigos. Solamente tenían que seguir un precepto, una norma, una regla, un mandamiento… no comerían del árbol plantado en medio del jardín. Pero comieron y se convirtieron en esclavos de su acción. Sintieron vergüenza y miedo… se escondieron de Dios porque “algo” había cambiado en ellos.
En una sociedad de orden se deben seguir normas. No se trata de coartar libertades, sino de mantener un orden para la sana convivencia de todos. Porque cuando alguien falta a una de esas normas, entonces se afecta la vida de todos los demás. Nadie pensaría que esas normas nos esclavizan, al contrario, es cuando faltamos a ellas que podemos ir presos… es nuestra falta la que nos encadena y nos priva de la libertad.
En la vida espiritual es igual. Debemos seguir unas normas morales básicas para el bien de todos. En el campo secular se le conoce como “ley natural” y coincide con lo que Dios reveló a Moisés en el Sinaí y que conocemos como los 10 mandamientos. Jesús resume la ley en amar a Dios y amar al prójimo, pero invita, en las bienaventuranzas, a no contentarnos con no hacer el mal, sino que debemos activamente buscar el bien de todos, especialmente los oprimidos.
Todo esto suena muy bonito, pero —siempre hay un “pero” cuando se trata de exigencias— los seres humanos vivimos fallando a la ley natural, a los mandamientos y a lo que Dios espera de nosotros. Y la consecuencia de nuestras faltas —además de alejarnos de Dios—, nos priva de nuestra libertad y nos encadena a nuestro pecado. Por eso, Jesús instituyó el Sacramento de la Reconciliación, de manera que pudiéramos romper esas cadenas que el pecado pone en nosotros y volviéramos a ser verdaderamente libres. Lo maravilloso es que podemos acudir al sacramento cuántas veces haga falta.
Hoy preparémonos para una buena confesión:
Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Creador y Redentor mío: por ser Vos quien sois, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa, Señor, de todo corazón de haberos ofendido, y propongo firmemente nunca más pecar, apartarme de todas las ocasiones de ofenderos, confesarme, cumplir la penitencia que me fuere impuesta; os ofrezco mi vida, mis obras y trabajos en satisfacción de todos mis pecados, y así como os lo suplico, así confío en vuestra divina bondad y misericordia infinita me los perdonaréis por los méritos de vuestra preciosa Sangre, Pasión y Muerte, y me daréis gracia para enmendarme y perseverar en vuestro santo servicio hasta el fin de mi vida. Así sea.
¡Mi Jesús, azotado en la columna por mis deshonestidades! ¡Mi Señor, coronado de espinas por mis malos pensamientos! ¡Mi Dios agonizando de pena en el huerto, por mis ingratitudes! ¡El Rey del cielo y tierra tenido por loco y pospuesto a Barrabás por mi soberbia! ¡El autor de la vida puesto en una cruz por mis malditas culpas! ¿Y yo no lloro? Pero no, que ya se enternece el corazón al considerar que yo fui causa de tantos dolores; ya se angustia mi corazón; ya clamo a las puertas de vuestra clemencia.
Dios mío, fuente de misericordia, tened por bien, de limpiarme de mis pecados. Pequé, Dios mío por flaqueza, contra Vos, Padre Eterno, Todopoderoso; por Ignorancia, contra vuestro Unigénito Hijo, Sabiduría infinita; y por malicia contra el Espíritu Santo. Con estas culpas os ofendí, Trinidad Soberana. Ayudadme, oh mi dulcísimo Jesús, con vuestra gracia que todo lo puede. En Vos pongo toda mi confianza. Oh Jesús mío, para Ti vivo, para Ti muero, oh Jesús mío, soy Tuyo en vida y muerte. Así sea.
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AMÉN.
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