El camino de Cuaresma 28

pide con gratuidad
por tu comunidad
y tus hermanos en la fe

El camino de Cuaresma no se camina en soledad, al contrario, junto a nosotros caminan nuestros hermanos, nuestras parroquias y toda la Iglesia. No caminamos solos porque vamos, todos juntos, acompañando a Jesús en su subida a Jerusalén. Es allí donde Él dará la vida por nosotros… Pero no te quedes solamente con la vista puesta en la Semana Santa, hay que pasar por ella —que no te quede duda: todos tendremos la nuestra— pero la meta, el motor que nos mueve, es la promesa de la Resurrección.

Fíjate, por el bautismo todos nos hemos “injertado en Cristo”. Esa es la forma teológica para decir que el bautismo nos convierte a todos en una gran familia: somos la familia de Dios… hijos del Padre y hermanos pequeños de Jesús. Esto debe ser motivo de una alegría inmensa, saber que tenemos una comunidad que respira con nosotros, que ora con nosotros, que celebra y alaba a Dios con nosotros.

En el Evangelio de hoy, Jesús se encuentra a un paralítico junto a la piscina de Betesda. Dice el pasaje que cuando se agitaban las aguas, el primero que entraba quedaba sanado, pero aquel hombre llevaba 38 años enfermo sin que nadie le diera una mano o le ayudara para entrar al agua. Esto a pesar de que aquel lugar siempre, siempre, siempre estaba lleno de gente.

El día de hoy te propongo dos cosas… Primero, que seas agradecido por todos los hermanos que caminan junto a ti y por el apoyo que ellos te ofrecen; y segundo, que tú seas el instrumento de Dios para aquellos que caminan a tu lado.

Padre,
hoy quiero pedirte
por mis hermanos de comunidad.

Tú los conoces personalmente:
conoces su nombre y su apellido,
sus virtudes y sus defectos,
sus alegrías y sus penas,
su fortaleza y su debilidad,
sabes toda su historia;
los aceptas como son
y los vivificas con tu Espíritu.

Tú, Señor, los amas,
no porque sean buenos,
sino porque son hijos tuyos.

Enséñame a quererlos de verdad,
a imitación de Jesucristo,
no por sus palabras o por sus obras
sino por ellos mismos,
descubriendo en cada uno,
especialmente en los más débiles,
el misterio de tu amor infinito.

Te doy gracias, Padre,
porque me has dado hermanos.
Todos son un regalo para mí,
un verdadero “sacramento”,
signo sensible y eficaz
de la presencia de tu Hijo.

Dame la mirada de Jesús
para contemplarlos,
y dame su Corazón
para amarlos hasta el extremo;
porque también yo quiero ser,
para cada uno de ellos,
sacramento vivo
de la presencia de Jesús.

Amén.

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