Padre Leo nos regala otra interesante reflexión que nos puede ayudar a vivir la Cuaresma con más entrega y devoción…
Si hablamos con algunos de nuestros padres o abuelos nos dirían que hace poco más de 50 años la Cuaresma era bastante distinta. La mortificación era pública, tal vez más formal y estricta, que interior y espontánea, se restringían los juegos, los conciertos, la música y diversiones en general, y se modificaba el menú fuertemente. Entonces se acentuaba el sacrificio, y así se veía como un tiempo triste y duro.
A raíz del C. Vaticano II, la Iglesia quiso darle otro giro (cf. Constitución apostólica Paenitemini de S.S. Pablo VI y Normas Universales sobre el Año Litúrgico, 27), reforzando la meta de la Cuaresma, es decir llegar a la Pascua y renovar nuestro Bautismo, valorar más la renovación interior (la conversión verdadera) sobre lo meramente formal, y a la vez suavizar las exigencias penitenciales, dejando a la libertad y el desarrollo espiritual de cada persona la mayor parte de los sacrificios o acciones penitenciales a elegir.
A lo mejor nos hemos ido de un extremo al otro. Pasamos de una Cuaresma, quizá dura y lúgubre, a una Cuaresma que ni lo parece. Casi eliminamos los sacrificios, pasamos de la prohibición de las diversiones a casi prohibir la moderación, la austeridad y el recogimiento. Ciertamente lo importante es la transformación interior, pero ésta también se puede propiciar si la vivimos comunitaria y socialmente. Sin quitar la importancia de lo interior, tampoco puede ser tan y tan interior que ni se note en algo externamente nuestra conversión.
Reconsideremos nuestras vivencias cuaresmales y alcancemos un sano y sabio equilibrio que nos permita vivir la virtud de la penitencia profundamente interior, pero sin dejar que se proyecte exteriormente de modo apropiado para el bien de los demás y para que viendo nuestras buenas obras los demás glorifiquen a nuestro Padre del cielo (cf. Mt 5, 16).
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