Hace varias semanas les compartía que los discípulos no le pidieron a Jesús que les enseñara a predicar, ni a sanar; sí le pidieron que les enseñara a orar. Ellos sabían que si oraban como Jesús oraba, recibirían fuerza de lo Alto y esa era la clave.

Precisamente, en el Evangelio de hoy (Lucas 11, 1-13), le dicen: «Señor, enséñanos a orar.» Y Jesús les dijo: «Cuando oréis decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino…»
Jesús se refirió a Dios diciéndole “Padre”. Los discípulos quedaron sorprendidos, porque en la fe judía no era común llegar a este nivel de confianza.
Pero en Cristo, ellos vieron el tierno corazón del Hijo, receptivo a los deseos de su Padre. El Hijo comprometido a trabajar para que el plan de salvación, trazado por el Padre, se cumpliera.
Fíjate cómo lo describo: “receptivo y comprometido”. Precisamente de esto se trata la santidad. De buscar y hacer la voluntad de Dios. El deseo de que el Reino de Dios quedara establecido, fue el tema central de la vida de Jesús.
Cuida la calidad de tu oración, no me canso de repetirlo. Si permaneces en Cristo y cumples sus mandamientos, podrás responder al llamado y ser instrumento de su misericordia y ayudar a establecer el Reino de Dios.
Señor, inúndame de ti, quiero ser un reflejo de tu amor.
¡Adelante con fe!
Diácono Richie
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