El Padre Slavko Barbaric, en su libro “Dame tu corazón herido”, nos relata que mientras era un joven seminarista tenía ciertas dudas sobre el Sacramento de la Reconciliación, dudas que le llevaron a experimentar una crisis al comienzo de su ministerio sacerdotal, él nos narra:
Recuerdo bien a una joven creyente que me pidió que le hablara de la Confesión, pero dejando bien claro al mismo tiempo que no tenía intención alguna de confesarse. Su primera pregunta fue: “¿Por qué he de confesarme con un sacerdote, que es un pecador igual que yo, cuando en su lugar puedo hacerlo directamente con Dios?”
Yo permanecí en silencio. Sentía como si hubiera caído en una trampa: ¡esa era mi misma pregunta! No sabía cómo responderle, pero le dije: “Sabes, también yo tengo el mismo dilema. ¿Por qué confesarse con un sacerdote que no es sino un hombre? ¡Pudiera ser porque los sacerdotes somos muy curiosos y queremos descubrir tus faltas! Sin embargo nadie confiesa nada nuevo; los sacerdotes conocemos todas las faltas, todos los pecados del hombre. Si quieres saber mi punto de vista: ¡ésta es mi misma duda!”
Entonces fue ella la que permaneció en silencio… y en ese preciso momento, ambos comprendimos que el Sacramento de la Reconciliación es algo más. No se trata del porqué debemos confesarnos, sino de algo mucho más profundo. Se trata de un encuentro, del más extraordinario encuentro de todos: ¡del encuentro con Cristo en la más maravillosa de todas las modalidades! Es el encuentro del enfermo con el Médico; del pecador con el Santo; del afligido con el Consolador; del humillado con El que eleva a los humildes; del que está hambriento con El que sacia toda hambre; del que se ha extraviado con El que deja las noventa y nueve ovejas para buscar a la que se ha perdido.
En suma, es el encuentro del que navega en tinieblas con Aquel que afirma ser la Luz; del que ha perdido la ruta con Aquel que dice ser el Camino; del que se encuentra muerto y Aquel que asegura ser la Vida; entre el solitario y Aquel que quiere ser el Amigo Verdadero.
El Sacramento de la Reconciliación no es un encuentro entre nosotros y un hombre, sino el encuentro de nuestro pecado con Cristo Jesús, el Amor Misericordioso de Dios, que sale a nuestro encuentro para sanarnos: «¡Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré!» (Mateo 11, 28).
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