A mi abuela le gustaban los trabalenguas, siempre la recuerdo recitando alguno. Al ver esta hermosa imagen recordé uno que decía: “No me mires. Mira que miran que nos miramos. Miremos la manera de no mirarnos. No nos miremos. Y cuando no nos miren, nos miraremos”.
No sé si tú sientes igual que yo, pero hay un aire de intimidad entre las miradas del pastorcito y de María. Es como si el niño reconociera quién era la Virgen y quién era Aquel que ella llevaba en su vientre. Imagino su alegría, unos días más tarde, cuando el ángel les dio la noticia del nacimiento del Niño Dios… y nuevamente, en el pesebre, cruzaría su mirada de complicidad con la Madre.
Nosotros también cruzamos nuestra mirada con Dios. Por ejemplo, en la Santa Misa, cuando en la consagración el sacerdote eleva la Eucaristía. Ahí Jesús nos mira y se deja mirar por nosotros. Las miradas del trabalenguas son furtivas, ocultas, secretas… es la mirada de dos amantes que no quieren que el mundo se entere de su amor. Las nuestras son la mirada de la fe. La mirada que ve más allá de lo aparente. La mirada que reconoce que en la pequeñez de ese pedazo de pan y ese poco de vino, se encuentra la grandeza de un Dios cercano que quiere fundirse en un abrazo de amor con nosotros.
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