La Oración | 04

Rey David

En Abraham encontramos una fe viva, capaz de arrancar milagros y cambiar los planes de Dios; y en Moisés se nos muestra la fidelidad y obediencia a la Voluntad de Dios. Hoy, en David, descubrimos la importancia de conformar nuestro corazón a imagen y semejanza del Corazón de Dios.

David es, por excelencia, el rey “según el corazón de Dios”, el pastor que ruega por su pueblo y en su nombre, aquél cuya sumisión a la voluntad de Dios, cuya alabanza y arrepentimiento serán modelo de la oración del pueblo. Ungido de Dios, su oración es adhesión fiel a la promesa divina, confianza amante y alegre en aquél que es el único Rey y Señor. En los Salmos, David, inspirado por el Espíritu Santo, es el primer profeta de la oración judía y cristiana. La oración de Cristo, verdadero Mesías e hijo de David, revelará y llevará a su plenitud el sentido de esta oración.

David tenía un carácter noble, compasivo y misericordioso. Fue pastor, músico, poeta, guerrero y rey, pero sobre todo, fue un hombre enamorado de Dios. Cometió faltas, algunas muy graves, pero supo humillarse ante el Señor y pedir perdón por ellas. Por eso, más que fijarnos en la mancha de sus pecados, debemos considerar su fe, su arrepentimiento y la obediencia con la que se sometió a la Voluntad de Dios.

La oración de David está recogida en los libros de Samuel y de Crónicas, donde se cuenta su historia… pero es en los Salmos, donde podemos ver cómo su alma se abre al Señor. Su oración lo abraca todo. David lo mismo se lanza en una alabanza que se postra, rostro en tierra, para llorar su pecado. En ocasiones se alegra con el Señor, danza, se ríe, celebra, pero también se conduele, se humilla, reconoce sus faltas y está dispuesto a aceptar lo que Dios disponga para él. Su confianza en Dios no conoce límites y le acompaña tanto en el gozo como en la prueba.

De todas las oraciones y salmos de David, uno de los más rezados es el Salmo 51, también conocido como “Miserere”. Juan Pablo II dijo que este era “el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y sobre la gracia”. El profeta Natán visita a David y le reprocha por su pecado… David reconoce su culpa y siente el dolor de haberle fallado a Dios.

En el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que “borra, lava y limpia” al pecador y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados. “Aunque nuestros pecados –afirmaba santa Faustina Kowalska– fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón… El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia acaba”.

Todos tenemos algo de David en nosotros… tratamos de amar a Dios, tratamos de seguir su camino y hacer su Voluntad. Tenemos muchos días “buenos”. Pero de repente, sin darnos cuenta cómo, nos encontramos enlodados en nuestras faltas y pecados. Lo hermoso de la Misericordia de Dios es que no importa cuántas veces caigamos, si reconocemos nuestra culpa y volvemos arrepentidos, Él siempre nos perdona y nos recibe con sus brazos abiertos.

En este día, te invito a hacer un alto en tu vida para mirar dentro –muy dentro– de tu corazón. Busca eso que llevas escondido, ese pecado que no te atreves siquiera a pensarlo por miedo a que otros lo descubran… recuerda que Dios lo sabe todo y Él ya ha visto lo que hay dentro de ti. Recemos junto el Salmo 51 (Miserere),

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti sólo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.

Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.

Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.

Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.


Las citas “indentadas” en este artículo pertenecen al Catecismo y a las catequesis de Juan Pablo II sobre los Salmos.

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