En la actualidad es cada vez más frecuente escuchar, en todos los niveles sociales y en todos los lugares, que ante los problemas y dificultades de la vida diaria se diga: “Tengo que ir al psiquiatra”, “Necesito un relax”, “Creo que me han hecho brujería”, “La suerte no está de mi lado”, etc. Esto no es más que una clara muestra de que muchas personas están alejadas o parecen haberse olvidado de ese gran sacramento que nos dejó Cristo, que es el sacramento de la Reconciliación.
La paz interior y la felicidad, o la paz con el prójimo, es hoy en día una cuestión que depende más de la opinión u “orientación” que podamos tener de un psiquiatra, de un adivino o del azahar del destino, que de nuestro acercamiento con nuestro Creador. El resultado de ello es una mayor confusión, desuniones, rupturas matrimoniales, hijos abandonados, desesperanza y tristeza.
Son nuevas formas de salida ante los problemas y sinsabores que plantea la vida. Frases como “no necesito confesarme porque no tengo pecados”, “por qué le voy a decir mis pecados a un sacerdote”, “yo le pido perdón a Dios directamente”, “si no he matado ni robado por qué voy a pedir perdón”, etc., son una demostración palpable que hay desconocimiento de lo que es el sacramento de la Reconciliación. Entre las razones que pueden explicar esta situación tenemos que muchas personas le dan poco valor a la Reconciliación como la forma más eficaz de estar feliz con uno mismo y con los demás, debido a una errónea visión de Dios. Se cree que Dios es un ser castigador y que sólo está pendiente de saber nuestros pecados para sancionarnos. Ello hace que no se le tenga confianza y se evite la confesión.
Otro aspecto negativo es el concepto que se tiene de lo que es el pecado. Las actitudes inapropiadas, las conductas inmorales, muchas veces son presentados en los medios de comunicación como cosas naturales, y por lo tanto la gente que recibe estos mensajes los va tomando como algo natural y común. De allí surgen argumentos como “si todos lo hacen por qué yo no”, “eso lo hizo mi actor favorito por lo tanto no es pecado”.
También es cierto que algunas personas “viven su fe” de acuerdo a sus gustos y debilidades. No siguen las normas que manda la Iglesia sino que las interpretan y cumplen de acuerdo a sus horarios, flojeras, deseos, etc. “Para qué voy a misa si puedo rezar en cualquier momento”, “Es sólo una mentirita…”, “Después me confesaré, por ahora no tengo tiempo”, son algunas expresiones que denotan una mala práctica de la fe que sólo apuntan a una vida alejada de Dios y por lo tanto infeliz. Es necesario recordar que la verdadera conversión implica un esfuerzo y alejamiento de los malos hábitos o estilos de vida adquiridos por la costumbre.
Hay que entender con mucha claridad que Dios es nuestro Padre, que envió a su Hijo para que nos libre del pecado y nos enseñe el camino para llegar al cielo, la felicidad eterna. Él es el amor perfecto hacia nosotros, por lo tanto no es un ser castigador que sólo está pendiente de nuestros pecados. Él sabe que somos seres imperfectos y que pecamos y por eso nos ofrece la maravillosa oportunidad del perdón mediante el sacramento de la Reconciliación, en el cual exponemos nuestros pecados ante un representante suyo -el sacerdote-, nos arrepentimos y procuramos no volverlos a cometer, y luego nos absuelve de ellos limpiando nuestra alma. ¡Dios nos ama a pesar de nuestros defectos!
Recordemos aquella parábola del Hijo Pródigo, en la que el padre recibe con todo cariño a su hijo que retorna a la casa luego de haberse marchado por el mundo derrochando la fortuna que había recibido. Así, nuestro Padre celestial nos abre los brazos con su misericordia infinita para recibirnos con todo su amor cada vez que acudimos a Él. Y el sacramento de la Reconciliación nos permite ese encuentro con nuestro Creador.
Fuente: arzobispadodelima.org