Recuerdo que hace unos años atrás, en el día de la Ascensión del Señor, nuestro párroco predicaba sobre el abrazo profundo que Jesús quiere darnos a cada uno de nosotros… y nos contaba esta pequeña historia para ilustrarlo…
Había una vez un niñito que al ver llegar a su papá, salió corriendo a recibirle… al llegar donde él, dio un salto con sus bracitos abiertos para colgársele del cuello… pero en medio de la alegría y la emoción de ese momento, el niñito, aunque quedó en los brazos de su padre, quedó mal acomodado y su padre no podía agarrarlo cómodamente… entonces, el padre se separó por un instante, para volver a abrazar a su hijito nuevamente… pero esta vez en un abrazo total, completo, perfecto…
La Ascensión de Jesús al cielo es ese instante en que, como el padre de la historia, Jesús se separa momentáneamente de sus discípulos para subir a sentarse a la derecha del Padre… y desde allí… revestido de gloria y majestad… darnos el más completo y profundo de todos los abrazos… un abrazo que lo abarca todo… que lo contiene todo… que lo envuelve todo… que lo puede todo… el abrazo del Espíritu Santo, que nos hace uno con Dios…
Durante estos años he seguido reflexionando sobre esta analogía, tratando de ubicarla en el contexto del próximo domingo, día de Pentecostés… y pienso que después de ese abrazo perfecto de Dios, solamente nos queda esperar un beso tierno que inunde nuestro corazón de un amor tan puro y grande como Dios mismo…
Nos dice San Lucas, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, que después de la Ascensión «todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos»… hoy celebramos el día de la Ascensión… y mañana comienza la semana del cenáculo… y como los discípulos, nos toca a nosotros «perseverar en oración» junto a María, en preparación para recibir el abrazo perfecto y el beso tierno del Espíritu Santo…
ORACIÓN
Espíritu del Padre y del Hijo, no conozco tu rostro, pero sé que eres Amor, Comunión, Éxtasis. Arco iris infinito, unes indisolublemente el cielo y la tierra, la eternidad y el tiempo, la Trinidad y la historia. Eres aliento de vida y paloma de la paz, fuego abrasador y agua purificadora, brisa ligera y viento impetuoso.
Tú solo, Fuerza de Dios y Poder del Altísimo, haces posibles las cosas imposibles. Aleteando sobre las aguas conviertes el caos en cosmos. Cubriendo con tu sombra a María de Nazaret, la haces Theotokos, capaz de engendrar el Verbo de Dios en estirpe humana. Irrumpiendo sobre el cuerpo exánime de Jesús en el sepulcro, le infundes una vida nueva e imperecedera. Irradiando como llamas de fuego sobre los apóstoles en el Cenáculo, les das testimonio ardoroso de Cristo resucitado.
Tú solo arrancas del hombre pecador el corazón de piedra y lo mudas por un corazón de carne, más fiel a la alianza, más sensible a las miserias humanas. Tú solo transformas la sociedad, languidecida por la mediocridad, atrapada en la corrupción y en los círculos diabólicos, en Reino de Dios.
Ante ti estamos, Espíritu de Verdad y de Amor, como tierra reseca, porque tú la haces fecunda. Hombres de miras cortas a los que dilatas su horizonte hacia la vida eterna, cristianos débiles y falibles a los que guardas del mal y les das el Evangelio vivo.
Espíritu Paráclito, introdúcenos a todos en el Misterio de Dios para que podamos vivir en perenne comunión en Cristo y en el Padre. Amén.
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