El segundo domingo después de Navidad es como si fuera un eco de la solemnidad de la Natividad del Señor. Por eso la liturgia nos invita a fijarnos nuevamente en el Misterio de la Encarnación: la Palabra que se hace carne y acampa entre nosotros (Juan 1, 1-18). Este Misterio en el que reflexionamos en este tiempo es el mismo que contemplarán mañana los magos de Oriente cuando llegue a adorar al Niño Dios.
¡Feliz año nuevo! Repetimos mucho esta frase, pero pensamos que es difícil encontrar la felicidad. Alguno dirá, es que a mí todo me sale mal, es que este problema familiar, económico, o de salud.
Dice el Evangelio de hoy: «La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre». Es una invitación a dejarnos iluminar por la Luz, por la Palabra, dejémonos iluminar por Dios. Más adelante dice: «Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria». Realmente hermoso.
Dios se hizo una criatura sencilla e indefensa y nació en un humilde lugar por amor a ti y a mí. Se hizo Niño, pero además se quedó con nosotros en la Eucaristía. Que gran regalo de amor. ¡Míralo, contémplalo! ¡Deja que te hable, deja que te ilumine! ¡Deja que ‘acampe’ en ti!
Tu pasado y tu pecado no te definen ni determinan tu presente. Deja el año que pasó atrás y mira hacia arriba, hacia el Cielo, con confianza. Con la misma confianza que tenían los magos de Oriente y que salieron a buscar al Niño. Anda, búscalo. Descubre al Niño que quiere nacer en ti y en tu familia. «Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo».
¡Adelante con fe!
Diác. Richie
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AMÉN.
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