El 2 de noviembre de 1982, Juan Pablo II celebró la Santa Misa en el cementerio de la Almudena en su viaje apostólico a España… en una parte de su homilía, dijo:
Así, en este cementerio de la “Almudena” —como sucede hoy, día de los Difuntos, en los otros cementerios cristianos de cualquier parte del mundo— se forma una admirable asamblea, en la que los vivos encuentran a sus difuntos, y con ellos consolidan los vínculos de una comunión que la muerte no ha podido romper.
Comunión real, no ilusoria. Garantizada por Cristo, el cual ha querido vivir en su carne la experiencia de nuestra muerte, para triunfar sobre ella, incluso con ventaja para nosotros, con el acontecimiento prodigioso de la resurrección.
Corroborados en esta certeza, elevamos al cielo —aun entre las tumbas de un cementerio— el canto gozoso del Aleluya, que es el canto de la victoria. Nuestros difuntos “viven con Cristo”, después de haber sido sepultados con Él en la muerte. Para ellos el tiempo de la prueba ha terminado, dejando el puesto al tiempo de la recompensa. Por esto —a pesar de la sombra de tristeza provocada por la nostalgia de su presencia visible— nos alegramos al saber que han llegado ya a la serenidad de la “patria”.
Sin embargo, como también ellos han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber —que es a la vez una necesidad del corazón— de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado. Con esta intención vamos a celebrar ahora la Eucaristía por todos los difuntos que reposan en este cementerio, incluyendo también en nuestro sufragio a los difuntos de los cementerios de Madrid y de España entera, así como los de todas las naciones del mundo.
Con esa intención, también, ofrecemos hoy nuestras Eucaristías y nos unimos en el rezo de esta hermosa oración de la tradición bizantina,
Oración por los difuntos
Dios de los espíritus y de toda carne,
que sepultaste la muerte,
venciste al demonio
y diste la vida al mundo.
Tú, Señor, concede al alma
de tu difunto siervo N. (nombre del difunto),
el descanso en un lugar luminoso,
en un oasis, en un lugar de frescura,
lejos de todo sufrimiento,
dolor o lamento.
Perdona las culpas por él cometidas
de pensamiento, palabra y obra,
Dios de bondad y misericordia;
puesto que no hay hombre
que viva y no peque,
ya que Tú sólo eres Perfecto
y tu Justicia es justicia eterna
y tu Palabra es la Verdad.
Tú eres la Resurrección,
la Vida y el descanso del difunto,
tu siervo N.
Oh Cristo, Dios nuestro.
Te glorificamos junto con el Padre
no engendrado
y con tu santísimo, bueno
y vivificante Espíritu.
Amén.
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