Hace unos días conversaba con una amiga sobre la importancia que tiene la Misa y ella me decía lo aburrida que le parecía porque, según ella, en la Misa siempre se repetía lo mismo… Este comentario de mi amiga no me sorprende, resulta que ella es evangélica y como es de suponer, no sabe lo que es la Santa Misa. Pero lo que me mueve a escribir esta pequeña reflexión, más que el comentario de una hermana evangélica que habla por desconocimiento, es el hecho de que esta misma actitud de apatía y dejadez existe entre muchos Católicos que sí deberían saber pues asisten a Misa cada domingo… Pero la realidad es que ellos no saben en dónde están… ni porqué están allí… ni lo qué está sucediendo ante sus ojos…
Tenemos que empezar por señalar que lo que decía mi amiga tiene algo de verdad – no la parte del aburrimiento – sino que la Misa siempre es igual… y es igual porque la celebración no es nuestra, sino de Jesús… La Misa es la plegaria que Jesús eleva al Padre en acción de gracias por nuestra redención… y aunque nosotros también estamos allí y participamos, lo hacemos solo como humildes invitados a la Cena del Señor.
Existe un escrito de San Justino Mártir que data del año 155 (¡fue escrito hace 1,850 años!) en donde el santo le explicaba al emperador Antonio Pío el culto que practicaban los cristianos en aquellas primeras comunidades. Cuando leemos este relato no podemos menos que sorprendernos… leer este relato es como leer la descripción de la Misa del domingo pasado… nuestra Misa es la misma celebración que Jesús instituyó hace dos mil años… y que practicaban los Apóstoles y junto a los primero cristianos…
Al comienzo de la Misa, a modo de preparación para lo que vamos a celebrar, lo primero que hacemos es reconocer que somos pecadores, y como tales, indignos de presentarnos ante la presencia de Dios… Entonces, después de pedir perdón por nuestras ofensas, nos disponemos a escuchar la Palabra de Dios y aunque siempre parezca igual, realmente no lo es… Cada domingo se leen cuatro lecturas de la Biblia – una del Antiguo Testamento, un Salmo, una del Nuevo Testamento y finalmente, una lectura de uno de los Evangelios – y si asistimos a Misa todos los domingos durante tres años, ¡habremos escuchado la Palabra Escrita de Dios casi en su totalidad!
La Misa es acción de gracias… es alabanza y es bendición… pero también es súplica y es sacrifico… por eso presentamos nuestras intenciones y necesidades, que sumadas a las de toda la Santa Iglesia se depositarán sobre el Altar para que Jesús interceda ante el Padre por nosotros al momento de su inmolación…
Es necesario que hagamos un pequeño paréntesis para entender algo… para Dios, el tiempo no existe… Dios es eterno… para Él no existe el ayer, el hoy o el mañana, sino que todo es un infinito presente. Y aunque Jesús se hizo carne y habitó entre nosotros… Él ya existía en la eternidad desde antes de su encarnación… y regresó a ella con su resurrección.
También debemos comprender que Jesús es todo hombre y a la misma vez, es todo Dios… por lo tanto, todas sus acciones, aunque humanas, fueron realizadas por Dios… y como tal, sus acciones tienen un valor infinito que no está sujeto a las barreras del tiempo o el espacio… Es por esto que el sacrificio salvífico de Jesús alcanza a toda la creación… y aunque se llevó a cabo en un momento determinado de la historia, siempre está presente en la eternidad… y sus meritos y gracias alcanzan a todos los hombres, de todas las épocas…
Esto lo que significa es que hay una sola Misa… que comenzó el Jueves Santo en la Última Cena que celebró Jesús con los Apóstoles… y duró tres días hasta el Domingo de Resurrección, cuando Nuestro Señor regresó resucitado y glorioso… y nosotros – toda la Iglesia – participamos de esa única celebración eterna… dicho esto, regresemos a la Santa Misa.
En el piso superior de una casa de Jerusalén, Jesús se reunió con sus discípulos para celebrar la pascua… y Él tomó pan y lo bendijo, lo partió y lo dio diciendo: “tomad y comed, este es Mi Cuerpo que será entregado por ustedes…” Después, Jesús tomó el vino y dando gracias, lo pasó diciendo: “tomad y bebed, este es el cáliz de Mi Sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada para el perdón de los pecados…” Jesús no dijo, esto representa Mi Cuerpo y Mi Sangre… ¡No! Él dijo estos son Mi Cuerpo y Mi Sangre… Y después le dio a los Apóstoles la encomienda: “haced esto en conmemoración Mía…” Este fue el momento en que Jesús instituyó el Sacramento de la Eucaristía… la Última Cena fue la primera Misa que se celebró… y fue celebrada por Jesús…
Los sacerdotes son los sucesores de los Apóstoles y, por ende, son los sucesores de Cristo… es a través de sus manos que el Espíritu Santo transforma las especies de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús… Es a través de ellos que esa primera Misa se sigue perpetuando cada día… en cada iglesia del mundo… y siempre en “conmemoración de Él…”
En el Evangelio de San Juan, Jesús nos dice: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo… el que come Mi Carne y bebe Mi Sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré el último día… porque Mi Carne es verdadera comida y Mi Sangre verdadera bebida… quien come Mi Carne y bebe Mi Sangre, permanece en Mí, y Yo en él…”
Fue en la Última Cena cuando Jesús le entregó a los Apóstoles por primera vez ese Cuerpo y esa Sangre con los que iba a redimir al mundo del pecado… se los entregó para prepararlos y fortalecerlos… no de manera simbólica, sino real… se los entregó en adelanto al Sacrificio de la Cruz que se acercaba, y que Él ya conocía…
Igual que el tiempo no fue obstáculo para Jesús en la Última Cena, tampoco lo es ahora, y en uno de los muchos milagros que el Señor nos regala durante la Misa, se descorre ese velo que separa el ahora, del ayer… el presente, de la eternidad… y, aunque no podamos verlo con los ojos de nuestro cuerpo, dejamos de estar entre las paredes de nuestra iglesia para hacernos presentes en aquella Mesa… junto a Jesús y los Apóstoles… donde celebramos con ellos la única y Última Cena del Señor…
Pero Jesús no se conforma con esto… Él quiere que le acompañemos a través de toda Su Pasión… que oremos con Él en Getsemaní… que le consolemos mientras es azotado y coronado de espinas… que, como el Cirineo, le ayudemos a cargar la Cruz… y finalmente, que estemos allá, de pie junto a Su Santísima Madre y al discípulo amado, mientras Él le pide al Padre Celestial que nos perdone por nuestros pecados… Y en un instante, después de derramar hasta la última gota de Su Preciosa Sangre, regresa glorioso y resucitado, mientras escuchamos las palabras del sacerdote que nos dice, “el Cuerpo de Cristo…” entonces Él se da a nosotros por entero… para que seamos uno en Él… como el Padre y Él son uno…
Entonces, igual que los discípulos en la Última Cena, nos encontramos con un Dios cercano que se humilla ante nosotros y quiere lavar nuestros pies… y nos deja escoger si queremos ser como el discípulo amado, que recostó su cabeza sobre el pecho del Señor… o como aquel, que después de haber estado sentado en Su Mesa, corrió a venderle por 30 monedas de plata…
Hermanos, la Misa no se trata de un mero recuerdo de un acontecimiento que pasó… la Misa es el mismo Cielo que se abre ante nosotros para hacernos participes de la Vida de Jesús… la Misa es la Madre de Nuestro Señor… con los ángeles y los arcángeles… y con todos los santos… es la Iglesia entera que se postra en adoración a los pies de Nuestro Dios…
Por eso, la próxima vez que vayamos a Misa debemos sentirnos “¡dichosos de ser los invitados a la Cena del Señor!”
Una versión más corta de este artículo fue publicada en el semanario católico El Visitante, edición del 13 al 19 de marzo de 2005, Año XXXI, Núm. 11